Una caricia al día

Me dispongo a regar las plantas de la terraza, cuando una suave voz  infantil, me lanza palabras inteligibles. Me asomo, el niño mira hacia arriba, es Javier, un  vecino que vive justo debajo de mí.

Le miro, le sonrío,  hago muecas con la boca, expreso mi alegría con las manos. El niño no deja de repetir esas palabras, que por más que me esfuerzo, no logro entender.

Esta su madre junto a él, parece que tampoco le entiende bien, su padre un hombre bastante alto y orondo, me devuelve la sonrisa desde abajo. Lo descifra rápidamente: -¡Eres su favorita!-

Sigo sin entender muy bien. -¿Cómo que su favorita? –

En el corrillo que se ha formado (es la hora que vuelven de la piscina), está también Beatriz, otra vecina que vive en el portal de al lado.

Me encanta la familia que tiene. Es una mujer joven, no debe de llegar a los 35 años, casada con un chico tranquilo, formal, muy educado y son padres de dos niños maravillosos.

Vuelvo a insistir en el significado de la frase de Javier, la madre de los otros niños me mira con emoción.

Laura: ¡Que tú eres la favorita de Javier!-  

Me recorre un escalofrío por toda la piel.

Sabe que adoro a los pequeños, que me encantan los niños en general, pero los de estas dos mamás, es que no puedo más…

Les encuentre donde sea, en el mismo portal, jugando con Racuna (la gata que vive en  el jardín) y de la que todos ellos son súper fan, o a punto de marcharse  en el coche con mamá.

Me llaman por mi nombre, y yo… ¡No os podéis ni imaginar! Lo contenta que me pongo, cuando siento que su demanda, es tan grande como la mía.

Laura: -Eres la favorita de Javier.- -Pero no solo de él, mis hijos te adoran igual, tienes algo que les envuelve, que les hace sentirse especial.

Desde arriba, apoyada en la barandilla del balcón, las piernas me flaquean y comienzan a temblar, me aferro a sus palabras y se me hace un nudo en la garganta. ¿Cómo puede ser, este sentimiento tan limpio y sincero?

Le digo que no siga, que pare de hablar, que hoy me he levantado muy “tierna”,  y que como siga así, me echo a llorar.

-¿Y qué pasa por qué llores, acaso los niños se van asustar?-

Nos despedimos en silencio, un simple cruce de miradas, ella me ha entendido, y yo asiento también.

Me dicen adiós los cuatro niños con la mano, los observo verse marchar, cada uno desaparece dentro de su portal.

Esta noche le pediré al hada, que duerme junto a mi cama, que no se vaya acostar, sin antes repartir dulces sueños  y tranquilidad, en las habitaciones de los pequeños, un beso a cada uno en al frente y poco más.

Es la hora de dormir, repaso lo que ha sido el día y descubro que hay caricias sin manos, gestos que dicen más que palabras y palabras que no se pronuncian, pero suenan más fuertes, en la boca de un niño, que todavía ni siquiera,  ha aprendido a hablar.

 

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